martes, 23 de febrero de 2010

La nieve derramándose como un llanto blanco sobre las copas de los pinos comenzaba a desteñir el jardín de su casa y a inundar sus ojos cansados con el suave roce de las lágrimas. Desde la seguridad confortable de su ventana, amaba ver caer los copos blancos con lentitud y posarse sobre el césped aplacando el verde con una violencia casi silenciosa. El cielo gris cerrándose sobre su cabeza adolescente lo llenaba de una paz que difícilmente hubiera sabido describir con palabras.
Cada Junio, Ignacio pasaba horas pegado al cristal de su cuarto disfrutando de la primer tormenta de nieve del año, antes que pasaran dos semanas y esa belleza se convirtiera en rutina y sus ojos lo asimilaran haciéndolo algo tan normal como ver salir el sol a diario.
Durante ese breve período de tiempo, Ignacio era realmente feliz. Era conmovedor ver la chispa de la alegría danzar en sus pupilas oscuras mientras bailoteaba cantando al compás de la nevisca. Armado con sus guantes rojos como la sangre que se agolpaba en sus labios rollizos, daba vida al muñeco de nieve más hermoso del barrio y sin dudarlo le regalaba su bufanda azul para que atrape el viento helado de otro Junio invernal. No le importaban los regaños suaves de su madre cuando volvía empapado por haber pasado la tarde dibujando ángeles blancos en la pulcritud de la nieve y riendo hasta caer de rodillas vencido por el peso de las carcajadas. Amaba la sensación de sentirse tocado por los primeros rayos del sol matutino que se colaban juguetones a través de la cortina de niebla que adornaba su jardín y dormía en su ventana.
Durante ese breve período de tiempo, Ignacio era realmente feliz. Pasaba los veranos llenando su cuarto azul de dibujos invernales y ansiando el regreso de la nieve que traería consigo esa felicidad mágica que sabía hacerlo olvidar. Y también recordar; recordar esa calidez interna que lo superaba y lo hacía sentirse único.
Con la nariz apretada contra la ventana del comedor que daba a la avenida, se perdía en el torrente de rostros ajenos a la belleza que él sentía tan propia, tan inmensamente propia. Y a pesar de sus esfuerzos infantiles no podía entender cómo nadie sonreía, nadie bailaba al compás del sol, nadie jugaba con bolas de nieve. Se entristecía un poco más cada año al ver cómo sus compañeros de curso lo iban aislando y las conversaciones sobre mariposas, pájaros y juegos se iban tornando más ásperas y con un dejo de erotismo violento que Ignacio rechazaba asustado. A veces lloraba; se escondía debajo de la cama y pasaba horas humedeciendo el suelo de madera con la sal de sus lágrimas.
La soledad era inmensa, pero la esperanza lo era aún más. El saber que la nieve llegaría, como todos los años, para acabar con su sufrir lo reconfortaba y le daba las fuerzas que necesitaba para seguir sonriendo, jugando en los recreos.
Cuando las lágrimas se amontonaban en el fondo de sus ojos, Ignacio miraba el cielo, sabiendo que esas mismas nubes que hoy coronaban un día soleado, traerían mañana el alivio de la blanca compañía. Casi podía sentir la nieve moldeándose bajo sus guantes rojos y dándole forma el muñeco de nieve más lindo de todo el barrio. Y cuando estuviera terminado, lo abrazaría; este año lo abrazaría e invitaría a todos sus compañeros de la escuela a ver lo que había creado…
Pero en el fondo sabía que nadie vendría, sabía que sus sueños se convertirían en barro dentro de unas efímeras semanas y el sol helado del invierno volvería a sumirlo en la desesperanza de la espera. No le importaba en lo absoluto…durante ese breve período de tiempo, Ignacio era realmente feliz.

Fernando Baroli.

Moraleja para aquellos que ya no escuchan a si Niño interior: no lo encarcelen, Él es el único que sabe lo que dice el viento (:

Conservate bueno. Y gracias por las lágrimas de felicidad.

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